17 agosto 2011

Esperando al Papa

Hemos cortado las vacaciones y nos hemos vuelto a Madrid para recibir al Papa.

Lo primero en lo que he pensado al llegar y ver las calles vacías de madrileños ceñudos y apresurados, y llenas de personas sonrientes con la mochila al hombro, de grupos de jóvenes y menos jóvenes con banderas de todos los países del mundo, ha sido en la Ciudad de Dios: aquello de "dos ciudades nacidas de dos amores, el amor de sí y el amor de Dios", y en que San Agustín la escribe conmocionado por la entrada de los bárbaros en la ciudad del Papa, por lo que considera el fin de una civilización. Ahora es el Papa el que entra en la ciudad de los bárbaros. Las cosas han cambiado, claro, y el Papa sólo viene de visita, pero hay algo de esa civilización con lo que no han podido todos los Alaricos del mundo. Eso he pensado, y a pesar de los 40 grados a la sombra, he llegado contenta a casa. Las plantas, en cuanto me han visto coger la regadera, también se han puesto contentísimas.

Lo segundo en lo que he pensado, y es que no exagero si os digo que al regar salía vaho de la tierra, ha sido en los tres jovenes, aquellos que cantaban en el horno de Nabucodonosor mientras un ángel los refrescaba. Que los ángeles los abaniquen a todos, sobre todo el del Papa, que le sople y le refresque bien y, a ser posible, que llueva esta noche. Recuerdo al padre mío y compatriota suyo -tiene algo que me lo recuerda- con todas las persianas echadas, con una jarra de te helado en su mesa de trabajo, levantándose a meter la cabeza en agua fría cada dos minutos y quejándose de las "temperaturas inhumanas" en cuanto el termómetro marcaba 35º, y siento lástima. Me ofrecería de abanicadora.

Lo tercero es una sensación. En la parroquia de mi calle están acogidos más de cien franceses y un grupo variado de última hora con el que no se contaba; duermen en los locales de la iglesia. En otra que me queda cerca, hay cientocincuenta italianos y otros cincuenta entre ingleses y americanos; gran parte duerme a la entrada de la iglesia, al raso. Durante el día los ves por el barrio: por la calle Puegtogico me han preguntado esta mañana en todos los idiomas, sonrientes, educadísimos. Los he visto también en la Misa de las 12, en francés, y todos los prejuicios que me pudieran quedar contra estos "saraos" se me han borrado de un plumazo. Nada de espectáculo, nada de Papalatría, no vienen a hacer turismo ni "a ver" al Papa. Vienen a que él les vea, a estar con él, a escucharle, a recordar entre todos que la Ciudad de Dios existe.

Ahora que apenas hay tráfico, si se pone el oído, lo que suena en Madrid, aun entre estribillos de "que bote, que bote, que boten los de Francia", o "que bote la Araucana", o "que bote... todo bicho viviente", es algo parecido al hermosísimo Cántico de las criaturas, el mismo que cantaban los tres jovenes que se negaron a adorar la estatua de Nabucodonosor y empieza así: "Criaturas todas del Señor, bendecid al Señor, ensalzadlo con himnos por los siglos...". Eso es lo que suena en Madrid.

5 comentarios:

E. G-Máiquez dijo...

La Ciudad de Dios. Gracias.

Cristina Brackelmanns dijo...

Normalmente desperdigada. Pero cuando se junta es imponente, y reconfortante.
Gracias a ti y besitos a los niños. Ya verás, dentro de nada con su mochila al hombro...

enrique baltanás dijo...

Visto lo visto, y oído lo oído, está claro que mereció la pena.

Cristina Brackelmanns dijo...

Sí que la merece, y no sólo para los protagonistas. Yo no había vivido ninguna de estas jornadas de cerca y no era muy entusiasta, pero ahora creo que son una bendición, que Juan Pablo II sabía lo que hacía y que de no existir habría que inventarlas.
Hasta estuve pensando, fíjate, que estaría bien una jornada mundial, si no de la senectud, al menos del talludito...

enrique baltanás dijo...

Jaja. (Pero con más comodidades...)